jueves, 21 de septiembre de 2017

Cuentos Latinoamericanos

 Los estornudos
Conrado Nalé Roxlo



Los estornudos no suelen traer nada bueno, decían las viejas de antes, y tenían razón; pues lo que traen o anuncias, rapé aparte, es un resfriado. Pero yo sé de unos estornudos que fueron el soplo inspirador de cierta notable pieza literaria; y eso que no fueron musicales expresiones de una nariz célebre por su belleza, como la de Cleopatra, cosa que habría justificado un madrigal, sino rotundas explosiones de las de un chinito, bastante retobado él, inspector de escuelas provinciales. Misterios de la poesía que la ciencia no se explica.


Las cosas ocurrieron así.


El señor inspector penetró en el aula, y, tras de retribuir con una sonrisa de vinagre de luto los almíbares que se desparramaban por la bondadosa cara de la señorita Italia Migliavacca, mi inolvidable maestra de primeras letras, subió a la tarima, tarima que crujió gentilmente para ponerse a tono con los zapatos amarillos del señor inspector. Y vino, naturalmente, una alocución, como ellos dicen.


—Niños que en este ámbito del saber primario sorbéis las materias como la enredadera sorbe el sol... ¡atchís!


—¡Salud, señor inspector! —prorrumpió la clase en pleno.
El inspector pasó una mirada furibunda por los bancos mientras se llevaba a su importante apéndice nasal un pañuelito muy bien planchado, que luego volvió a doblar y colocar en el bolsillo superior de su saco negro con trencilla, y retomó el hilo del discurso:
—¡El sol!..., ¡el sol!... ¡atchís!
Martirena me dijo por lo bajo, pero de modo que sonó bien alto:
—Debe ser un resfrío de sol...
El inspector intentó matarlo de una mirada y continuó:
—El sol o, mejor dicho, sus rayos, llamados también irradiación febea... ¡atchís!
—¡Salud, señor inspector! —volvimos a decir a coro, creyendo proceder muy correctamente. La señorita nos hacía señas de que no insistiéramos, pero nosotros éramos muy bien educados y no perdonábamos estornudo. Y éstos se sucedían cada vez con mayor frecuencia, y el inspector, par retomar el hilo de la perorata, tenía antes que retomar el hilo del pañuelo, suponiendo que lo fuera. Hasta que, con un violento "buenas tardes", se despidió y se fue como una tromba a ponerse sinapismos, sin duda.
Ya alejado el ogro, la clase en pleno soltó la carcajada, y muchos se pusieron a estornudar por burla.


—Niños —dijo severamente la señorita Italia—, nunca debemos burlarnos de los defectos físicos del prójimo.

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