martes, 31 de mayo de 2016

Obras de teatro clásico

Tercer Acto
Escena IV
HAMLET, OFELIA

Hamlet:               Ser, o no ser, ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

Ofelia:                 ¿Cómo os habéis sentido, señor, en todos estos días?

Hamlet:               Muchas gracias. Bien.

Ofelia:                 Conservo en mi poder algunas expresiones vuestras, que deseo restituiros mucho tiempo ha, y os pido que ahora las toméis.

Hamlet:               No, yo nunca te di nada.

Ofelia:                 Bien sabéis, señor, que os digo verdad. Y con ellas me disteis palabras, de tan suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su valor, pero ya disipado aquel perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los más opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de quien los dio. Vedlos aquí.

Hamlet:               ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?

Ofelia:                 Señor...

Hamlet:               ¿Eres hermosa?

Ofelia:                 ¿Qué pretendéis decir con eso?

Hamlet:               Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza.

Ofelia:                 ¿Puede, acaso, tener la hermosura mejor compañera que la honestidad?

Hamlet:               Sin duda ninguna. El poder de la hermosura convertirá a la honestidad en una alcahueta, antes que la honestidad logre dar a la hermosura su semejanza. En otro tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te quería antes, Ofelia.

Ofelia:                 Así me lo dabais a entender.

Hamlet:               Y tú no debieras haberme creído, porque nunca puede la virtud ingerirse tan perfectamente en nuestro endurecido tronco, que nos quite aquel resquemor original... Yo no te he querido nunca.

Ofelia:                 Muy engañada estuve.

Hamlet:               Mira, vete a un convento, ¿para qué te has de exponer a ser madre de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo acusarme, sería mejor que mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio, vengativo, ambicioso; con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para darles forma, ni tiempo para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados; no creas a ninguno de nosotros, vete, vete a un convento... ¿En dónde está tu padre?

Ofelia:                 En casa está, señor.

Hamlet:               Sí, pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras, las haga dentro de su casa. Adiós.

Ofelia:                 ¡Oh! ¡Mi buen Dios! Favorecedle.

Hamlet:               Si te casas quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve; no podrás librarte de la calumnia. Vete a un convento. Adiós. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, cásate con un tonto, porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al convento y pronto. Adiós.

Ofelia:                 ¡El Cielo, con su poder, le alivie!

Hamlet:               He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta materia, que me ha hecho perder la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así; los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.
Escena V
OFELIA sola

Ofelia:                 ¡Oh! ¡Qué trastorno ha padecido esa alma generosa! La penetración del cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza, que estudian los más advertidos: todo, todo se ha aniquilado. Y yo, la más desconsolada e infeliz de las mujeres, que gusté algún día la miel de sus promesas suaves, veo ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado, como la campana sonora que se hiende. Aquella incomparable presencia, aquel semblante de florida juventud alterado con el frenesí. ¡Oh! ¡Cuánta, cuánta es mi desdicha, de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!

Escena VI
CLAUDIO, POLONIO, OFELIA

Claudio:              ¡Amor! ¡Qué! No van por ese camino sus afectos, ni en lo que ha dicho; aunque algo falto de orden, hay nada que parezca locura. Alguna idea tiene en el ánimo que cubre y fomenta su melancolía, y recelo que ha de ser un mal el fruto que produzca; a fin de prevenirlo, he resuelto que salga prontamente para Inglaterra, a pedir en mi nombre los atrasados tributos. Acaso el mar y los países diferentes podrán con la variedad de objetos alejar esta pasión que le ocupa, sea la que fuere, sobre la cual su imaginación sin cesar golpea. ¿Qué te parece?

Polonio:              Que así es lo mejor. Pero yo creo, no obstante, que el origen y principio de su aflicción provengan de un amor mal correspondido. Tú, Ofelia, no hay para qué nos cuentes lo que te ha dicho el Príncipe, que todo lo hemos oído.

Escena VII
CLAUDIO, POLONIO

Polonio:              Haced lo que os parezca, señor; pero si lo juzgáis a propósito, sería bien que la Reina retirada a solas con él, luego que se acabe el espectáculo, le inste a que la manifieste sus penas, hablándole con entera libertad. Yo, si lo permitís, me pondré en paraje de donde pueda oír toda la conversación. Si no logra su madre descubrir este arcano, enviadle a Inglaterra, o desterradle a donde vuestra prudencia os dicte.

Claudio:              Así se hará. La locura de los poderosos debe ser examinada con escrupulosa atención.


Escena VIII
HAMLET y dos cómicos
Salón del Palacio.

Hamlet:               Dirás este pasaje en la forma que te le he declamado yo: con soltura de lengua, no con voz desentonada, como lo hacen muchos de nuestros cómicos; más valdría entonces dar mis versos al pregonero para que los dijese. Ni manotees así, acuchillando el aire: moderación en todo; puesto que aun en el torrente, la tempestad, y por mejor decir, el huracán de las pasiones, se debe conservar aquella templanza que hace suave y elegante la expresión. A mí me desazona en extremo ver a un hombre, muy cubierta la cabeza con su cabellera, que a fuerza de gritos estropea los afectos que quiere exprimir, y rompe y desgarra los oídos del vulgo rudo; que sólo gusta de gesticulaciones insignificantes y de estrépito. Yo mandaría azotar a un energúmeno de tal especie: Herodes de farsa, más furioso que el mismo Herodes. Evita, evita este vicio.

Cómico 1º:         Así os lo prometo.

Hamlet:               Ni seas tampoco demasiado frío; tu misma prudencia debe guiarte. La acción debe corresponder a la palabra, y ésta a la acción, cuidando siempre de no atropellar la simplicidad de la naturaleza. No hay defecto que más se oponga al fin de la representación que desde el principio hasta ahora, ha sido y es: ofrecer a la naturaleza un espejo en que vea la virtud su propia forma, el vicio su propia imagen, cada nación y cada siglo sus principales caracteres. Si esta pintura se exagera o se debilita, excitará la risa de los ignorantes; pero no puede menos de disgustar a los hombres de buena razón, cuya censura debe ser para vosotros de más peso que la de toda la multitud que llena el teatro. Yo he visto representar a algunos cómicos, que otros aplaudían con entusiasmo, por no decir con escándalo; los cuales no tenían acento ni figura de cristianos, ni de gentiles, ni de hombres; que al verlos hincharse y bramar, no los juzgué de la especie humana, sino unos simulacros rudos de hombres, hechos por algún mal aprendiz. Tan inicuamente imitaban la naturaleza.

Cómico 1º:         Yo creo que en nuestra compañía se ha corregido bastante ese defecto.


Hamlet:               Corregidle del todo, y cuidad también que los que hacen de payos no añadan nada a lo que está escrito en su papel; porque algunos de ellos, para hacer reír a los oyentes más adustos, empiezan a dar risotadas, cuando el interés del drama debería ocupar toda la atención. Esto es indigno, y manifiesta demasiado en los necios que lo practican, el ridículo empeño de lucirlo. Id a preparaos.

Obras de teatro clásico

Don Juan Tenorio

Parte 1
Acto IV
Escena III

DICHAS Y DON JUAN: Don Juan consigue encontrarse con Doña Inés a pesar de la oposición del padre de ella.

DON JUAN:        ¿A dónde vais, doña Inés?

DOÑA INÉS:       Dejadme salir, don Juan.

DON JUAN:        ¿Que os deje salir?

BRÍGIDA:             Señor,
                               sabiendo ya el accidente
                               del fuego, estará impaciente
                               por su hija el comendador.

DON JUAN:        ¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado
                               por don Gonzalo, que ya
                               dormir tranquilo le hará
                               el mensaje que le he enviado.

DOÑA INÉS:       ¿Le habéis dicho...?

DON JUAN:        Que os hallabais
                               bajo mi amparo segura,
                               y el aura del campo pura
                               libre por fin respirabais.
                               ¡Cálmate, pues, vida mía!
                               Reposa aquí, y un momento
                               olvida de tu convento
                               la triste cárcel sombría.
                               ¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
                               que en esta apartada orilla
                               más pura la luna brilla
                               y se respira mejor?
                               Esta aura que vaga llena
                               de los sencillos olores
                               de las campesinas flores
                               que brota esa orilla amena;
                               esa agua limpia y serena
                               que atraviesa sin temor
                               la barca del pescador
                               que espera cantando al día,
                               ¿no es cierto, paloma mía,
                               que están respirando amor?
                               Esa armonía que el viento
                               recoge entre esos millares
                               de floridos olivares,
                               que agita con manso aliento;
                               ese dulcísimo acento
                               con que trina el ruiseñor
                               de sus copas morador
                               llamando al cercano día,
                               ¿no es verdad, gacela mía,
                               que están respirando amor?
                               Y estas palabras que están
                               filtrando insensiblemente
                               tu corazón ya pendiente
                               de los labios de don Juan,
                               y cuyas ideas van
                               inflamando en su interior
                               un fuego germinador
                               no encendido todavía,
                               ¿no es verdad, estrella mía,
                               que están respirando amor?
                               Y esas dos líquidas perlas
                               que se desprenden tranquilas
                               de tus radiantes pupilas
                               convidándome a beberlas,
                               evaporarse, a no verlas,
                               de sí mismas al calor;
                               y ese encendido color
                               que en tu semblante no había,
                               ¿no es verdad, hermosa mía,
                               que están respirando amor?
                               ¡Oh! Sí, bellísima Inés
                               espejo y luz de mis ojos;
                               escucharme sin enojos,
                               como lo haces, amor es:
                               mira aquí a tus plantas, pues,
                               todo el altivo rigor
                               de este corazón traidor
                               que rendirse no creía,
                               adorando, vida mía,
                               la esclavitud de tu amor.
               
DOÑA INÉS:       Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,
                               que no podré resistir
                               mucho tiempo sin morir
                               tan nunca sentido afán.
                               ¡Ah! Callad por compasión,
                               que oyéndoos me parece
                               que mi cerebro enloquece
                               se arde mi corazón.
                               ¡Ah! Me habéis dado a beber
                               un filtro infernal, sin duda,
                               que a rendiros os ayuda
                               la virtud de la mujer.
                               Tal vez poseéis, don Juan,
                               un misterioso amuleto
                               que a vos me atrae en secreto
                               como irresistible imán.
                               Tal vez Satán puso en vos:
                               su vista fascinadora,
                               su palabra seductora,
                               y el amor que negó a Dios.
                               ¿Y qué he de hacer ¡ay de mí!
                               sino caer en vuestros brazos,
                               si el corazón en pedazos
                               me vais robando de aquí?
                               No, don Juan, en poder mío
                               resistirte no está ya:
                               yo voy a ti como va
                               sorbido al mar ese río.
                               Tu presencia me enajena,
                               tus palabras me alucinan,
                               y tus ojos me fascinan,
                               y tu aliento me envenena.
                               ¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro
                               de tu hidalga compasión:
                               o arráncame el corazón,
                               o ámame porque te adoro.
               
DON JUAN:        ¿Alma mía! Esa palabra
                               cambia de modo mi ser,
                               que alcanzo que puede hacer
                               hasta que el Edén se me abra.
                               No es, doña Inés, Satanás
                               quien pone este amor en mí;
                               es Dios, que quiere por ti
                               ganarme para Él quizás.
                               No, el amor que hoy se atesora
                               en mi corazón mortal
                               no es un amor terrenal
                               como el que sentí hasta ahora;
                               no es esa chispa fugaz
                               que cualquier ráfaga apaga;
                               es incendio que se traga
                               cuanto ve, inmenso, voraz.
                               Desecha, pues, tu inquietud,
                               bellísima doña Inés,
                               porque me siento a tus pies
                               capaz aún de la virtud.
                               Sí, iré mi orgullo a postrar
                               ante el buen Comendador,
                               y o habrá de darme tu amor,
                               o me tendrá que matar.
               
DOÑA INÉS:       ¡Don Juan de mi corazón!

DON JUAN:        ¡Silencio! ¿Habéis escuchado...?
 DOÑA INÉS:      ¿Qué?

DON JUAN:        (Mirando por el balcón.)
                               Sí, una barca ha atracado debajo de ese balcón.
                               Un hombre embozado de ella
                               salta... Brígida, al momento
                               pasad a ese otro aposento,
                               perdonad, Inés bella, si solo me importa estar.

DOÑA INÉS:       ¿Tardarás?

DON JUAN:        Poco ha de ser.

DOÑA INÉS:       A mi padre hemos de ver.

DON JUAN:        Sí, en cuanto empiece a clarear.

                               Adiós

Obras de teatro clásico

El avaro
[Teatro: Texto completo. Acto Primero.]
Molière
PERSONAJES
HARPAGÓN, padre de Cleanto y de Elisa y enamorado de Mariana
CLEANTO, hijo de Harpagón, amante de Mariana
ELISA, hija de Harpagón, amante de Valerio
VALERIO, hijo de Anselmo y amante de Elisa
MARIANA, amante de Cleanto y amada por Harpagón
ANSELMO, padre de Valerio y de Mariana
FROSINA, mujer intrigante
MAESE SIMÓN, corredor
MAESE SANTIAGO, cocinero y cochero de Harpagón
FLECHA, criado de Cleanto
DOÑA CLAUDIA, sirvienta de Harpagón
MIAJAVENA y MERLUZA,  lacayos de Harpagón
EL COMISARIO y su ESCRIBIENTE
La escena en París, en casa de Harpagón
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
VALERIO y ELISA
VALERIO. ¡Cómo, encantadora Elisa, os sentís melancólica después de las amables seguridades que habéis tenido la bondad de darme sobre vuestra felicidad! Os veo suspirar, ¡ay!, en medio de mi alegría. ¿Es que acaso lamentáis, decidme, haberme hecho dichoso? ¿Y os arrepentís de esta promesa, a la que mi pasión ha podido obligaros?

ELISA. No, Valerio; no puedo arrepentirme de todo cuanto hago por vos. Me siento movida a ello por un poder demasiado dulce, y no tengo siquiera fuerza para desear que las cosas no sucedieran así. Mas, a deciros verdad, el buen fin me causa inquietud, y temo grandemente amaros algo más de lo que debiera.

VALERIO. ¡Eh! ¿Qué podéis temer, Elisa, de las bondades que habéis tenido conmigo?

ELISA. ¡Ah! Cien cosas a la vez; el arrebato de un padre, los reproches de una familia, las censuras del mundo; pero más que nada, Valerio, la mudanza de vuestro corazón y esa frialdad criminal con la que los de vuestro sexo pagan las más de las veces los testimonios demasiado ardientes de un amor inocente.

VALERIO. ¡Ah, no me hagáis el agravio de juzgarme por los demás! Creedme capaz de todo, Elisa, menos de faltar a lo que os debo. Os amo en demasía para eso, y mi amor por vos durará tanto como mi vida.

ELISA. ¡AH, Valerio! ¡Todos dicen lo mismo! Todos los hombres son semejantes por sus palabras; y son tan sólo sus acciones las que los muestran diferentes.

VALERIO. Puesto que únicamente las acciones revelan lo que somos, esperad entonces, al menos, a juzgar de mi corazón por ellas, y no queráis buscar crímenes en los injustos temores de una enojosa previsión. No me asesinéis, os lo ruego, con las sensibles acometidas de una sospecha ultrajante, y dadme tiempo para convenceros, con mil y mil pruebas, de la honradez de mi pasión.

ELISA. ¡Ay! ¡Con qué facilidad se deja una persuadir por las personas a quienes ama! Sí, Valerio; juzgo a vuestro corazón incapaz de engañarme. Creo que me amáis con verdadero amor y que me seréis fiel; no quiero dudar de ello en modo alguno, y limito mi pesar al temor de las censuras que puedan hacerme.

VALERIO. Mas ¿por qué esa inquietud?

ELISA. No tendría nada que temer si todo el mundo os viera con los ojos con que os miro; y encuentro en vuestra persona motivos para hacer las cosas que por vos hago. Mi corazón tiene en su defensa todo vuestro mérito, fortalecido por la gratitud a que el Cielo me empeña con vos. Me represento en todo momento ese peligro extraño que comenzó por enfrentarnos a nuestras mutuas miradas; esa generosidad sorprendente que os hizo arriesgar la vida para salvar la mía del furor de las ondas; esos tiernos cuidados que me prodigasteis después de haberme sacado del agua, y los homenajes asiduos de este ardiente amor que ni el tiempo ni las dificultades han entibiado y que, haciéndoos olvidar padres y patria, detiene vuestros pasos en estos lugares, mantiene aquí, en favor mío, vuestra fortuna encubierta, y os obliga, para verme, a ocupar el puesto de criado de mi padre. Todo esto produce en mí, sin duda, un efecto maravilloso, y ello basta a mis ojos para justificar la promesa a que he consentido; mas no es suficiente, tal vez, para justificarla ante los demás, y no estoy segura de que no intervengan en mis sentimientos.

VALERIO. De todo cuanto habéis dicho, tan sólo por mi amor pretendo, con vos, merecer algo; y en cuanto a los escrúpulos que sentís, vuestro propio padre os justifica sobradamente ante todo el mundo; su excesiva avaricia y el modo austero de vivir con sus hijos podrían autorizar cosas más extrañas. Perdonadme, encantadora Elisa, si hablo así ante vos. Ya sabéis que a ese respecto no se puede decir nada bueno. Mas, en fin, si puedo, como espero, encontrar a mis padres, no nos costará mucho trabajo hacérnosle propicio. Espero noticias de ellos con impaciencia, y yo mismo iré a buscarlas si tardan en llegar.

ELISA. ¡Ah, Valerio! No os mováis de aquí, os lo ruego, y pensad tan sólo en situaros favorablemente en el ánimo de mi padre.

VALERIO. Ya veis cómo me las compongo y las hábiles complacencias que he debido emplear para introducirme en su servidumbre; bajo qué máscara de simpatía y de sentimientos adecuados me disfrazo para agradarle, y qué personaje represento a diario con él a fin de lograr su afecto. Hago en ello progresos admirables, y veo que, para conquistar a los hombres, no hay mejor camino que adornarse, a sus ojos, con sus inclinaciones, convenir en sus máximas, ensalzar sus defectos y aplaudir cuanto hacen. Por mucho que se exagere la complacencia y por visible que sea la manera de engañarlos, los más ladinos son grandes incautos ante el halago, y no hay nada tan impertinente y tan ridículo que no se haga tragar cuando se lo sazona con alabanzas. La sinceridad padece un poco con el oficio que realizo; mas cuando necesita uno a los hombres, hay que adaptarse a ellos, y ya que no puede conquistárselos más que por ese medio, no es culpa de los que adulan, sino de los que quieren ser adulados.

ELISA. Mas ¿por qué intentáis conseguir también el apoyo de mi hermano, en caso de que a la sirvienta se le ocurriera revelar nuestro secreto?

VALERIO. No se puede contentar a uno y a otro; y el espíritu del padre y del hijo son tan opuestos, que es difícil concertar esas dos confianzas. Mas vos, por vuestra parte, influid sobre vuestro hermano y servíos de la amistad que hay entre vosotros dos para ponerle de nuestra parte. Aquí viene. Me retiro. Emplead este tiempo en hablarle, y no le reveléis nuestro negocio sino lo que os parezca oportuno.

ELISA. No sé si tendré fuerzas para hacerle esa confesión.

ESCENA II
CLEANTO y ELISA
CLEANTO. Me complace mucho encontraros sola, hermana mía, y ardía en deseos de hablaros para descubriros un secreto.

ELISA. Heme dispuesta a escucharos, hermano. ¿Qué tenéis que decirme?

CLEANTO. Muchas cosas, hermana mía, envueltas en una palabra: amo.

ELISA. ¿Amáis?

CLEANTO. Sí, amo. Mas, antes de seguir, ya sé que dependo de un padre y que el nombre de hijo me somete a sus voluntades; que no debemos empeñar nuestra palabra sin el consentimiento de los que nos dieron la vida; que el Cielo les ha hecho dueños de nuestros deseos, y que nos está ordenado no disponer de ellos sino por su gobierno; que, al no hallarse influidos por ningún loco ardor, están en disposición de errar bastante menos que nosotros y de ver mucho mejor lo que nos conviene; que debe prestarse más crédito a las luces de su prudencia que a la ceguera de nuestra pasión, y que el arrebato de la juventud nos arrastra, con frecuencia, a enojosos precipicios. Os digo todo esto, hermana mía, para que no os toméis el trabajo de decírmelo, ya que, en fin, mi amor no quiere oír nada, y os ruego que no me reprendáis.

ELISA. ¿Os habéis comprometido, hermano mío, con la que amáis?

CLEANTO. No; mas estoy decidido a hacerlo, y os emplazo, una vez más, a que no aleguéis razones para disuadirme de ello.

ELISA. ¿Soy, hermano, una persona tan rara?

CLEANTO. No, hermana mía; mas no amáis. Desconocéis la dulce violencia que ejerce un tierno amor sobre nuestros corazones, y temo a vuestra cordura.

ELISA. ¡Ah, hermano mío! No hablemos de mi cordura; no hay nadie que no la tenga, por lo menos, una vez en su vida; y si os abro mi corazón, quizá sea a vuestros ojos mucho menos cuerda que vos.

CLEANTO. ¡Ah! Pluguiese al Cielo que vuestra alma, como la mía...

ELISA. Terminemos antes vuestro negocio y decidme quién es la que amáis.

CLEANTO. Una joven que habita desde hace poco en estos arrabales, y que parece haber sido creada para enamorar a todos cuantos la ven. La Naturaleza, hermana mía, no ha hecho nada más adorable, y me sentí embelesado desde el momento en que la vi. Llámase Mariana y vive bajo el gobierno de una buena madre, que está casi siempre enferma y por quien esta amable joven experimenta unos sentimientos de cariño inimaginables. La sirve, la compadece y la consuela con una ternura que conmovería vuestra alma. Se dedica con el aire más encantador del mundo a las cosas que hace, y se ven brillar mil gracias en todas sus acciones, una dulzura llena de hechizos, una bondad muy atrayente, una honestidad adorable, una... ¡Ah, hermana mía, quisiera que la hubierais visto!

ELISA. Mucho veo ya, hermano mío, en las cosas que me decís; y para comprender lo que es, me basta con que la améis.

CLEANTO. He descubierto secretamente que no están en muy buena posición, y que a su discreta manera de vivir le es difícil atender a todas las necesidades con el peculio que puedan tener. Figuraos, hermana mía, la dicha que puede existir en rehacer la fortuna del ser amado, en aportar hábilmente algún pequeño socorro a las modestas necesidades de una virtuosa familia, e imaginad el disgusto que para mí representa ver que, por la avaricia de un padre, estoy en la imposibilidad de gozar esa dicha y de dar a esta beldad alguna prueba de mi amor.

ELISA. Sí; me imagino con bastante claridad cuál debe ser vuestro pesar.

CLEANTO. ¡Ah, hermana mía! Es mayor de lo que pudiera creerse, ya que..., en fin, ¿cabe nada más cruel que ese riguroso ahorro que se realiza a costa nuestra, que esta extraña sequedad en que se nos hace languidecer? ¡Eh! ¿De qué nos servirá tener un caudal si no ha de llegar a nosotros hasta en la época en que no estemos ya en edad de gozar de él, y si hasta para mantenerme tengo ahora que entramparme por todos lados, si me veo obligado, lo mismo que vos, a recurrir diariamente a los mercaderes para poder llevar unas ropas decentes? En fin, he querido hablaros para que me ayudéis a sondear a mi padre sobre esos sentimientos que me embargan, y si le encuentro opuesto a ellos, he decidido marchar a otros lugares con esa amable persona a gozar de la suerte que el Cielo quiera ofrecernos. Y con tal propósito hago buscar por todas partes dinero a préstamo; y si vuestros negocios, hermana mía, son parecidos a los míos y ha de oponerse nuestro padre a nuestros deseos, le abandonaremos ambos sin dilación y nos libertaremos de esta tiranía en que nos tiene desde hace tanto tiempo su avaricia insoportable.

ELISA. Verdad es que todos los días nos da más y más motivos para deplorar la muerte de nuestra madre, y que...

CLEANTO. Oigo su voz; alejémonos un poco para terminar nuestra confidencia, y uniremos después nuestras fuerzas para venir a atacar la crueldad de su ánimo.

lunes, 16 de mayo de 2016

Poesía coral


ESTAMOS AQUÍ


- Estamos aquí,
 - hemos venido a decirle al mundo:
- a los hacedores de guerras,
- a los países poderosos…
¡Ya no más sangre!
- ¡Ya no más hambre!
- Queremos un mundo de hermanos.
- Queremos un mundo de paz

 Estamos aquí
- hemos venido a dialogar contigo,
- joven,
- ¿estás de acuerdo con tu presente?
- ¿estás de acuerdo con tu porvenir?
- ¡NO!
-
Estamos aquí
- hemos venido a dialogar contigo,
- Estudiante de educación básica
- tú eres proceso de cambio
- tú debes ser sostén del país,
Tú estas destinado a ser
- la columna vertebral del progreso

Estamos aquí
- hemos venido a invitarte
A que te venzas tú mismo,
- a que no destruyas la patria
A que tomes conciencia.
- Se requiere esfuerzo
Se requiere trabajo.
- no tengas miedo a vivir
- ¡VIVE!
- no temas luchar
- ¡Lucha!
- no pertenezcas al rebaño de los que no viven…
¡Vegetan!
Nuestro país espera que abanderes el progreso
- espera que tomes la estafeta de la revolución
del mundo del mañana
- Sabedores que no podemos remediar,
que no podemos luchar
- que no podemos ser felices por los demás,
pero sí podemos transformar nuestra vida,
- y con ello motivar a que el mundo, a que todos
- los pueblos se unan a nosotros.

No sabemos qué porvenir nos espera
Si no empezamos a forjarlo ahora
- Pero sí sabemos qué hombres
enfrentaran los terremotos de las crisis,
los vendavales del caos
- O bien el precio y premio del trabajo
Y del progreso

¿Cuál es tu objeto de vivir?
- ¿Cuál es tu objeto de estudiar?
- ¿acaso para terminar una carrera?
- ¿La que te hayan impuesto tus mayores?
Para que seas una profesionista mediocre
- sin conciencia, sin identidad nacional;
O para que salgas a alquilarte al precio,
Al precio que los demás te pongan.
- ¡NO!

Estamos aquí
queremos que despiertes:
el caballero azteca
que llevas dentro,
el astrónomo maya
que vive en ti.
El artista Purépecha,
que está en tu interior,
el constructor Tlaxcalteca
que gobierna tus sueños,
el imponente tolteca
que se encuentra en ti,
el férreo Olmeca
que duerme dentro,
el sabio Zapoteca
que domina tu cuerpo,
el paciente Mixteco
que vive en tus raíces,
el sembrador Tehuacanero
que gobierna tu carácter

Tienes un potencial ignorado por ti mismo
¡sácalo a flote!
Que sea por bien tuyo
¡Por tu pueblo!
¡Por tu mundo!

No te pierdas tú vales más de lo que crees
solo véncete, vence tu apatía.
No dejes que muera el águila azteca
y aparezca el lobo cobarde y agresivo...
el destructor de la humanidad

Encaucémonos al mundo compañeros
de enseñanza secundaria, es empresa difícil...
pero los grandes retos son para los grandes hombres.

Ha llegado el momento de empezar,
hoy es el punto de partida.
¿Acaso seguiremos siendo el país sumiso?
¿acaso la juventud como lacra?,
¿cómo parasito?
Somos los hombres del mañana,
nuestros padres han hecho lo suyo
Tomemos la estafeta del cambio,
¡DECIDETE!
Que los señores de la guerra
¡Los hambreadores!
¡los invasores!
¡sepan!
En México ha despertado el gigante,
ese el que pintan sentado y con enorme
sombrero hasta la nariz.

Ese eres tú, tu
y México es tuyo... tuyo.

En el invierno de tu vida preguntarás
¿qué hice por él?
Tu patriotismo te acusará
o la patria te honrará
y tu responderás:
¡GRACIAS!

¡He cumplido!

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